En esos días en que las ideas sacuden la mente, se dieron cuenta de que el proceso para hacer joyería era el mismo que habían aprendido en la carrera para hacer una corona dental, no era nada diferente a lo que ya conocían como la técnica de “cera perdida”. Aprovechando que tenían ese conocimiento, se lanzaron al vacío y el polvo y el bronce las acogieron con su maleabilidad y pureza. Desde entonces, sus colecciones aluden a una naturaleza que no se extingue, que no se agota; a una naturaleza atemporal.

Sus colecciones no se aíslan entre sí. Todo lo contrario, hay continuidad, hay una historia narrándose, tejiéndose entre letras, hojas llenas de ideas que no se dejan escapar y las palabras que entre ellas no aparecen porque no hacen falta. Sus diseños son el espejo de las plantas, los desiertos, el cielo, los mares, la luna y el sol: justos y precisos, ausentes de lujos, pero deslumbrantes como todo lo que se ve y no se observa. Las tendencias o lo pasajero no las convence mucho; prefieren lo eterno, lo hecho a mano, el arte por el arte.

Son enfáticas y radicales en los detalles, en hacerlos especiales para aquellos que los buscan, para los que leen la letra pequeña, para los que ven de cerca. Y entre esos detalles, el anhelo de una marca de joyería sostenible, de demostrar que es posible lograr hacer moda de alto nivel sin generar un impacto negativo en el camino.

De allí que trabajen con oro certificado, que sus empaques estén hechos de botellas de plástico y sobrantes de confección, que el bronce que usan pueda ser refundido y reutilizado, que su papelería sea de cartón reciclado y que, además, una parte de las ganancias las destinen para cuidados del medio ambiente y reforestación de bosques colombianos. Parece que han hecho un pacto sagrado al que no quieren renunciar: la inspiración que la tierra les da, ellas se la devuelven con gratitud. Parece que, al juntar el polvo y el bronce, toda la belleza del mundo decide vivir en cualquier pieza que imaginen.