Por eso recuerda, con precisión, el momento en el que quiso ser fotógrafa: esa mujer africana, ese sol incandescente, ese piso terracota, ese polvo difusor… maldijo no haber tenido una cámara en sus manos, pero ya vendría un año completo en el Londres frío para no soltar aquella Nikon que le regaló su mamá. Ya vendrían varios años de estudiar fotografía profesional. Ya vendría la obsesión genuina por darle forma a los rayos del sol mientras le tomaba fotos a su hermana en embarazo, a su sobrina, a dos que se miran como si lo demás desapareciera. Ya vendría el tiempo para ser Luz Natural.

Hoy es ese tiempo. Esa vida que anheló: conectarse con el espíritu de quien retrata, reflejar esa información con la que cada persona ya viene y ella —con su lente— sabe exaltar. Hoy es ese tiempo, en el que siente que la cámara es su extensión. Su idioma. La manera de ponerse en el lugar del otro.

Lo que no puede decir con palabras, lo dice con fotos. Con su empatía y su sensibilidad, porque —dice ella— la técnica solo funciona si están esas dos delante. Su fotografía es el paralelo de la vida misma: la unión familiar, la alegría de un embarazo, el amor —y su universalidad— en un matrimonio, la ilusión de emprender un negocio, el recuerdo del primer cumpleaños. No hay muchas poses, ni tampoco una construcción perfecta; la composición, el enfoque, el color, la luz también registran una voz que habla de naturalidad, con toda la propiedad del caso.

Manuela pertenece a ese pequeño grupo de seres luminosos, de auras particulares. Cuando tiene la cámara consigo, siente que el mundo es eso y solo eso que hay delante de sus ojos, que el afán se desvanece, que la alegría está toda ahí. Hoy es el tiempo. Hoy es siempre todavía.