Si son observadores, también son codificadores. Descifran (en todo y cada cosa) cuáles son los momentos más relevantes para la pareja (¿la ceremonia, los votos, la fiesta?). Con esa información crean la atmósfera del film (qué música, qué secuencia, qué instantes) sin olvidar que están contando dos caras de una misma luna: las fotos y el video están intrínsecamente conectados, van por el mismo camino, no se separan; hay coherencia evidente. Es en lo que más insisten: en que la continuidad y la narrativa sean las mismas. Las fotos y el video cuentan una sola historia.

Es así porque ellos crean ese hilo invisible que no deja que se distancien, que no deja que hablen en idiomas contrarios, sino, precisamente, que sean homónimos. Se preocupan porque la congruencia sea indestructible. Cuentan historias. Es eso lo que hacen, una y otra vez. Están envueltos en un loop que los hace felices, inmensamente felices y no encuentran una mejor manera de agradecer que la vida ha sido recíproca con sus anhelos que lustrar su estilo moderno, alternativo y, sobre todo, atemporal. Que no habla de modas, ni tendencias, sino de interpretaciones y miradas.