Viajó a Miami, compró ochenta vestidos de fiesta e invocó a la suerte. Organizó un rack en su casa y les contó a sus amigas más cercanas. Detrás del anhelo por asesorar y por ofrecer looks a precios razonables, estaba también el de desacelerar el ritmo, compartir más tiempo con su hija, poder sentir los días sin un afán voraz. Era un negocio con raíz de hogar. Ella atendía, aconsejaba, guiaba. “Mídete este”. “Confía en mí”. “Este te puede gustar”. “Hazme caso”. “Unos accesorios grandes y quedas lista”.

Sigue siéndolo. Ya en otro espacio más amplio, ya con su hermana Alexandra como socia, ya con 300 vestidos, ya más robusto y sólido, pero con la misma premisa de ser los ojos que encuentran belleza, los oídos que no ignoran, la palabra certera.

En medio del brillo, de las lentejuelas, del terciopelo, de los estampados florales está un ojo agudo que, lejos de reducir a las mujeres a una talla y a un estilo, se fija en su expresión, en sus movimientos, en su soltura o timidez, en sus silencios o sus gestos histriónicos, en el color de la piel: todo narra. No es vender una prenda, es entender quién va a lucirla y, luego, crearle el look completo.

Es su oficio consentido, recomendar desde la ropa interior hasta el peinado y el maquillaje. Un buen styling se nota. Un mal styling también.

Es de las que cree, además, que cada vestido tiene una dueña. Por eso, trae uno por estilo. Tallas grandes, medianas y pequeñas. Para la mamá, la abuela, la tía, la madrina, la hermana. 90% largos, 10% cortos. De siluetas simples, pero con toques singulares que difícilmente pasan inadvertidos.

La Nuit no es una tienda de vestidos —aunque sí—. No es un ecommerce —aunque sí—. No es un negocio —aunque sí—. Es la intuición esparciendo su poder. Es la pequeña revolución de Juliana al sincronizarse con su voz interna, al decirle al mundo que sí se puede torcer el camino trazado. Con esa fuerza implacable asesora. ¿Ven por qué La Nuit no se puede reducir al verbo comprar, y nada más? A La Nuit le caben más verbos: encontrar lo preciso, mirarse y quererse, asombrarse y sonreír. Y, por supuesto, llevarse un vestido con la convicción de que era ese el indicado y no otro. Ninguno más.