Aunque se graduó de economista —y lo agradece hoy— la herencia artística se quedó en su camino desde siempre: sus días han sido puntadas y tijeras desde pequeña y parece que la vida reconoce a quienes deciden seguir la intuición. Gina lo hizo: viajó al antiguo continente a estudiar en el Instituto Europeo de Diseño y constató que el arte es su pacto con el universo.

Ese pacto la ha visto trabajar con la dedicación que requiere una puntada, valorar su equipo con orgullo, entender que son las emociones las verdaderas artistas. Así, de la tristeza, casi siempre surge belleza; del desamor, renace la vida. Es una mujer sensible, que lee bien lo que pasa por su pecho y lo dibuja. No en vano, una de sus colecciones más aplaudidas surgió de la pérdida de un ser amado, cuando se imaginó un cielo con muchas conexiones.

Dibuja, dibuja todo el tiempo, a mano, con lápiz y papel: es una romántica del proceso. Riega, saca telas, mezcla; pareciera que el caos logra resultados. Se reúne con la jefe del taller y la bordadora para especificarles —como si de ciencia se tratase— cada punto.

Que la moda no importe mucho, que no haya patrones, que no haya tendencias ni únicos aciertos, lo encuentra como una fortuna. El camino es siempre seguir a la intuición, es siempre darle la cara a la esperanza. Cuando diseña, fluye como un río, se deja llevar por los tules y los encajes, por los velos y las perlas, por las siluetas libres; por lo infinito. Por el pacto más atemporal de todos los tiempos: el amor.