Un comienzo que le dio más comienzos, que le dio dirección a lo que quería hacer. Un comienzo que, poco a poco, la fue acercando a la vida detrás del lente, al arte de los detalles, a la mirada crítica y perspicaz, al instinto creativo, al don de descubrir dónde está la luz. También aprendió a acercarse a los novios, a los invitados, a los familiares; a romper el hielo espontáneamente para que sea esta la manera en la que todo lo demás se vaya dando.

Antes de cualquier matrimonio, escucha. Escucha con atención, como bien sabe hacerlo. Escucha la historia que hay detrás de una pareja que decide unirse para siempre. Escucha la versión del amor —que siempre viene de a dos—. Escucha lo que dicen ellos, escucha como se escucha una canción. Por eso suele decir que no le gusta tomar fotos, le gusta es contar historias. El día del matrimonio, de la fiesta, de la felicidad; interpreta. Interpreta los detalles de aquella narración.

Interpreta las emociones. Interpreta miradas, abrazos y lágrimas cuando las hay. Interpreta la timidez y la soltura. Los nervios y la confianza. Interpreta y captura. Captura siempre lo natural, desde la luz y desde las acciones. Evita las poses, lo que se expresa fingido, lo impuesto.

Conversa con los novios. Se asegura de que haya llevado los dos cuerpos de cámara, los tres lentes y las baterías. Se relaja, porque así es ella y no puede ser de otra manera. Se goza esa celebración. Se da cuenta de cada detalle, uno por uno. Se acuerda de aquella Navidad en familia donde todos dijeron por qué hacían lo que hacían y ella respondió: soy fotógrafa porque es una manera de mostrar dónde hubo vida. Quizás, ahí está el secreto de ella, de sus fotografías: sabe que hay que estar en el presente —en el aquí, en el ahora— cada vez sin menos máscaras, porque es la única manera de estar cerquita a la felicidad.