La gente sabia del mar, las montañas y las selvas cree que todo aquel destinado a encontrarse, lo hará. Porque más allá de las diferencias y las formas, el amor es una energía que une todo lo similar o encaminado a compartir un destino. Sofía y Andrés confirman esta sabiduría ancestral.
Se conocieron en su trabajo, un primero de octubre. Todos en la empresa querían que estuvieran juntos, había algo fuerte, sin verbo ni adjetivo, que sostenía este anhelo colectivo. Ellos presintieron que algo más sucedería, pero dejaron que la vida dictara el camino sin afán, como el agua que corre certera y avanza confiada hasta el punto de llegada. Cada uno estaba en una relación diferente, por eso no había prisa. Tampoco expectativa.
Empezaron a trabajar en un proyecto como amigos. Los meses pasaron y se escribían. Tiempo después, ya solteros, los mensajes de texto y las salidas se hicieron cada vez más frecuentes. La intuición, los impulsos y el tiempo como fórmula.
Él es arriesgado. En los deportes, en los negocios, en la vida en general. Le gusta el orden, que los objetos estén en un espacio predecible. Ella es más reservada y cautelosa. “Él tiene los pies en la tierra y yo en algún lado del planeta'', cuenta Sofía. Cuando están juntos la diversión es garantizada. También la paciencia, la admiración. El amor afloró en todas sus manifestaciones.
BAJO EL CIELO DE ORIENTE MEDIO
Antes de la pandemia viajaron a Europa. Llegaron a Capadocia, Turquía, el lugar a donde muchos van para atravesar el cielo en uno de esos globos desde los que es posible ver la tierra de forma distinta. En uno de esos días, Andrés la invitó a un picnic, a ver el atardecer.
Ella, relajada, y con esa belleza natural que es parte de su esencia, lo acompañó con el pelo mojado y un vestido sencillo. Después de algunos brindis, Andrés le entregó un libro que en su portada se leía “El diamante más grande del mundo”. Se lo había comprado a un vendedor después de una petición muy específica: “Deme, por favor, el libro más grande que tenga”. El hombre encontró uno con 2500 páginas, perfecto para que Andrés guardara dentro de él el anillo. En esta historia de historias claras, el título anunció que estaban en el lugar y el momento precisos.
Sofía recibió ese libro ajustado -con otra portada hecha por Andrés- y lo abrió sin sospecha. Al ver el contenido no tuvo que leer las 2500 páginas para decir sí.
FLUIR COMO EL AGUA
Los planes de compartir la vida llegaron. También, la pandemia. El matrimonio estaba marcado en el calendario para el 28 de marzo de 2020. Era en una hacienda, en Cúcuta, con 200 invitados y muchas ideas detalladas: dj, orquesta, mariachi, la guía de su mamá y la dirección de una experta en eventos. Una semana antes, un anuncio dio vuelta al camino: se cerrarían los lugares y la vida en las calles se suspendería. También los matrimonios, por supuesto, incompatibles absolutos con los abrazos. Sofía, que ya estaba en Cúcuta para la ceremonia, alcanzó a regresar en el último avión que salió para Bogotá.
La celebración quedó aplazada. La fiesta imaginada se puso en pausa. El tiempo de cuarentena fue un regalo que les permitió estar juntos, seguir descubriéndose en la cotidianidad, en la incertidumbre externa y las certezas que les pertenecían: habían tomado la decisión correcta. Después de varias semanas, la mamá de Sofía le recordó la boda. Lo importante que era para todos, aunque fuera por Zoom.
Volvieron entonces a hablar de la ceremonia y la fiesta. Pero ahora todo sería distinto. Pensaron en el mar de Tierra Bomba y en Éteka, un lugar en el que ella había estado y al que quería volver. Con la ayuda de una planeadora comenzó a pensar en la decoración de ese día: hojas secas y plantas del trópico. La lista de invitados se redujo a la cuarta parte: cincuenta personas. No tuvo uno sino dos vestidos. El primero de Luisa Nicholls y el segundo de Entreaguas. Ambos con movimiento, con telas y tejidos que caían con la misma soltura del agua de mar.
La noche previa a la boda hubo fiesta en un barco. Con luz de luna y mariachis que le hicieron honor a México, un país que la inspira. No hubo resistencia ante los cambios, navegaban sobre olas de alegría. Se dejaron llevar por las señales, por el instinto y todo fluyó, igual que sus comienzos.
EL DÍA PRONOSTICADO
El día tan aplazado empezó con una noticia: la maquilladora se enfermó y la novia tuvo que renunciar a un maquillaje profesional. La prima de Sofía, que sabía de colores y combinaciones, se encargó de hacerlo, sin espejo, de forma natural y como Andrés quería.
En vez de tacones hubo unos pies descalzos. El velo de la bisabuela, que habían usado varias novias de la familia, fue reemplazado por una corona de orquídeas que llevaron hasta la playa, bañada por agua helada, para que resistiera el calor de Tierra Bomba.
La ceremonia la realizó un sacerdote que encontraron en Cartagena. La novia llegó a la cita con un ramo de flores secas que preparó su mamá. Sonaron vallenatos y música del trópico en una noche que, 365 días después, pasó como un soplo, pero se quedó para siempre. En el lugar también estaba el mejor amigo de Andrés, la primera persona en decir que ella sería para él.
¿Qué serían las fiestas sin lo inesperado? Un discurso del papá de Sofía, una canción que Andrés le compuso a su esposa y otra escogida por ella y tocada por un conjunto vallenato local. No todo fue perfecto, pero ellos no se dejaron desviar por los imprevistos. Era su celebración, era su dicha, su día esperado y el que tanto esperaron.
Sofi, Andrés, gracias por enseñarnos que cada vez que soltamos el control, la vida nos sonríe. Que el tamaño de los planes no se mide en número de invitados sino en ganas. Que coincidir es un regalo al que debemos aferrarnos con gratitud.
Esta historia fue escrita por Adriana Cooper, para La libreta morada.
Ambos presintieron que algo más sucedería, pero dejaron que la vida dictara el camino sin afán, como el agua que corre certera y avanza confiada hasta el punto de llegada
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