De nuevo, esa quintaesencia que los persigue y los permea sobresale. Para ellos, un vestido es una historia, una narrativa, un viaje a un momento o a un lugar, una representación histórica muy poderosa. Entonces, esculcan en libros, en películas, en pinturas, en movimientos y allí, en el arte, siempre encuentran la ruta, el ADN romántico, detallado. Y con materiales que tengan un principio de evocación y remembranza, como los encajes y los bordados, comienzan a armar. Sus siluetas llevan muchas capas; no para aludir a lo recargado sino para crear color: ese conjunto de tules logra que el vestido, finalmente, tenga gracia, personalidad.

Ese proceso, el de indagar qué quieren sentir y reflejar las novias al lucir un vestido, el de mirar un cuadro del Romanticismo y entender cómo pensaban los pintores de entonces, el de conversar entre ellos sobre forros, formas, cortes, piedras, mallas, encajes... 

Ese proceso de transformar simples materiales en una prenda que tiene sentido y coherencia desde sus adentros, es lo que los hace creer, una y otra vez, en lo que hacen. Esa dinámica, que atesoran y disfrutan, la viven desde orillas distintas: Alejandro, idealista, soñador; Andrés racional, enfocado. Sin embargo, ambos se encuentran en la fina sensibilidad; esa que comprende que, así como un vestido es una representación, un traje tiene gracia cuando se ajusta perfectamente al cuerpo. Sea paño, algodón, o lino, la promesa de llevar una elegancia cómoda atraviesa lo que diseñan.

Detrás de toda esta artillería encantadora, está el taller donde sucede el movimiento artístico que ellos llaman Alado: un espacio que semeja una casa, con flores, muchas flores, jarrones, papeles de colgadura. Un ambiente con carácter hogareño, alejado de lenguajes industriales y de oficina. En todo encuentran fondo y significado: en todo ronda lo Alado, lo onírico, lo que los eleva.