Sus fotos —aunque digitales— tienen más personalidad análoga: más narrativa, más intimidad, más realidad. Revelan lo que está y no lo que se finge. Reflejan libertad. Quién sabe si destino, casualidad o suerte, lo cierto es que además de que su estilo fotográfico es bastante evidente, las situaciones ideales llegan a él.

Por ejemplo, en su primer matrimonio como fotógrafo (en Santafé de Antioquia), todos los invitados terminaron en una piscina. Ya podrán imaginarse el resultado: retratos desenvueltos, naturales, francos, “alternativos”, momentos genuinos. Lo único por lo que se preocupa Carlos es porque la luz esté perfecta. De resto… No dirige fotos. No le dice al novio que la mire “como el primer día que la conoció”. No le dice a ella que sonría “porque es tu día más feliz”.

No les indica a los invitados dónde y cómo se tienen que parar. Deja que cada quien esté en su cuento, que cada quien sea cada quien, incluyéndose él mismo: el que obtura lo que está sucediendo. Ni más, ni menos. Deja que todo se conecte entre sí para que el resultado sea un espejo de esa conexión.

No se sabe cómo, repetimos. Pero cuando uno observa detalladamente el trabajo de Carlos, se pregunta dónde estaba escondido para que las expresiones de todos estén tan cómodas, tan reales. Y uno se acuerda que es él, Carlos, ese hombre descomplicado, que va por la vida sin mucho adorno, al que no le gusta casi hablar de él mismo porque se acostumbró —y disfruta— estar en el backstage. Entonces, uno entiende: logra lo que logra, logra todo, porque siempre encuentra otras alternativas. O las alternativas lo encuentran a él.